Cosas de argentinos
Cogió la piedra y no escondió la mano. Y sin darse cuenta cambió el destino de una final que le perseguiría para siempre.
Una habitación pequeña y silenciosa acoge a un muchacho que en el ruidoso clamor del barullo lanzará una piedra al autobús de Boca. Son las diez de la mañana y faltan siete horas para que el suelo de El Monumental se desperece por el ruido de los terremotos de sus gradas. La 12 ya vio el partido del siglo en el Barrio de la Boca. Los Millonarios, por culpa de este yuto, tardarán un siglo en ver el suyo.
El muchacho se sentirá libre cuando se apriete en la multitud. Lo dará todo por su River a pesar de que, en su día a día, tiene muy poco que dar a los suyos. Entre cántico y cántico disfrutará de la libertad ausente en esa minúscula habitación a la que acostumbra a llamar jaula. Se tomará al pie de la letra esto de la Libertadores.
Serán las dos del mediodía y la piedra se cruzará en el camino del muchacho. Por una vez en la vida no tropezará con ella, sino que le acompañará en su jocoso andar por las calles de un Buenos Aires dividido. El partido comenzará a jugarse en la mente del chango que ya ve a su River campeón. Escribirá el más enrevesado de los cuentos para romper con un final que exija la invención de una palabra que supere las connotaciones de lo épico. Ya puede verse en el parque presumiendo de ese gol en el noventa que desempató la eliminatoria y dejó a Boca más muerto que vivo para la posteridad. Ya puede ver a esos privilegiados defensores de La Banda levantando la cuarta.
Pero no. Lanzó la piedra y no escondió la mano. Su brazo siguió estirándose, dibujando en el aire ese gesto que tienen todos los argentinos de acompasar el movimiento con el cántico en cuestión. Mientras encaraba las primeras palabras de lo que la hinchada gritaba, un cristal del bus de Boca estalló por los aires en su trayecto hacia El Monumental. Y de repente, el fútbol argentino se empezó a quedar huérfano. Huérfano de final. Huérfano de jugadores, algunos con pequeños vidrios en sus ojos. Huérfano de la oportunidad que les permitía demostrar al mundo entero que se puede tener la más grande de las pasiones sin encender la mecha de las cargas policiales. Huérfano de la envidia del fútbol mundial, impresionado todavía por el temblor de la Bombonera y aburrida cada jornada en los gigantes y silenciosos estadios modernos.
El muchacho se sentirá libre cuando se apriete en la multitud. Lo dará todo por su River a pesar de que, en su día a día, tiene muy poco que dar a los suyos. Entre cántico y cántico disfrutará de la libertad ausente en esa minúscula habitación a la que acostumbra a llamar jaula. Se tomará al pie de la letra esto de la Libertadores.
Serán las dos del mediodía y la piedra se cruzará en el camino del muchacho. Por una vez en la vida no tropezará con ella, sino que le acompañará en su jocoso andar por las calles de un Buenos Aires dividido. El partido comenzará a jugarse en la mente del chango que ya ve a su River campeón. Escribirá el más enrevesado de los cuentos para romper con un final que exija la invención de una palabra que supere las connotaciones de lo épico. Ya puede verse en el parque presumiendo de ese gol en el noventa que desempató la eliminatoria y dejó a Boca más muerto que vivo para la posteridad. Ya puede ver a esos privilegiados defensores de La Banda levantando la cuarta.
Pero no. Lanzó la piedra y no escondió la mano. Su brazo siguió estirándose, dibujando en el aire ese gesto que tienen todos los argentinos de acompasar el movimiento con el cántico en cuestión. Mientras encaraba las primeras palabras de lo que la hinchada gritaba, un cristal del bus de Boca estalló por los aires en su trayecto hacia El Monumental. Y de repente, el fútbol argentino se empezó a quedar huérfano. Huérfano de final. Huérfano de jugadores, algunos con pequeños vidrios en sus ojos. Huérfano de la oportunidad que les permitía demostrar al mundo entero que se puede tener la más grande de las pasiones sin encender la mecha de las cargas policiales. Huérfano de la envidia del fútbol mundial, impresionado todavía por el temblor de la Bombonera y aburrida cada jornada en los gigantes y silenciosos estadios modernos.
Volvió el muchacho a casa, ya con andares más calmados. Mientras transitaba por las calles rectas que acostumbraba a recorrer, sus jóvenes pensamientos desmedidos daban vueltas y se preguntaban si había merecido la pena lanzar esa piedra. Su mente escribía ahora un cuento que conservaba los mismos personajes de antes pero con un desenlace muy distinto. Se acordaba de la gente que ni siquiera conocía y que había gastado su dinero para ir a la final que no se jugó. Llegaba a echar cuentas del dinero que tendría que pagar y del tiempo que tendría que trabajar para saldar deudas con los perjudicados. El muchacho no podría acudir al parque más: los de Boca le darían las gracias con sarcasmo y los de River la harían un eterno vacío por ser el causante de aquel maldito desastre. Comenzó a pensar en hacer nuevos amigos imponiéndose la condición de que a estos no les gustara el fútbol para que no se repitiera en un futuro esta humillación que suponía ser el responsable de que Boca gane una Libertadores. Se imaginó tantas cosas que cuando llegó a casa, esa minúscula habitación a la que acostumbra a llamar jaula se convirtió en un pozo de lamentos más grande que el mismísimo Maracaná. El muchacho comenzaba a pensar que, si plasmara en el papel lo que estaba creando su cabeza, escribiría la novela más trágica del siglo XXI.
La vergüenza fue el sentimiento que más deambuló por sus interiores los días posteriores a su mala hazaña. Había sido cómplice directo de la destrucción del escaparate que iba a mostrar el amor argentino por esto del balompié. El paso de los años no borró ese embarazoso remordimiento. Un remordimiento que le sonrojaba a su antojo, cada vez que el barco de los amargos recuerdos navegaba por el mar de su cabeza. Sentía mucho bochorno por haberle dado la Libertadores a Boca en bandeja. Pero más vergüenza sentía cuando de vez en cuando deseaba ser hincha de cualquier equipo europeo para comer pipas cada domingo y criticar a los tuyos cada lunes. Cosas de argentinos.
La vergüenza fue el sentimiento que más deambuló por sus interiores los días posteriores a su mala hazaña. Había sido cómplice directo de la destrucción del escaparate que iba a mostrar el amor argentino por esto del balompié. El paso de los años no borró ese embarazoso remordimiento. Un remordimiento que le sonrojaba a su antojo, cada vez que el barco de los amargos recuerdos navegaba por el mar de su cabeza. Sentía mucho bochorno por haberle dado la Libertadores a Boca en bandeja. Pero más vergüenza sentía cuando de vez en cuando deseaba ser hincha de cualquier equipo europeo para comer pipas cada domingo y criticar a los tuyos cada lunes. Cosas de argentinos.