El poder psicológico del gol
El ser humano acude a los vicios para prolongar a largo plazo su (a veces) resignada existencia. Todos los niveles de esta vida precisan de ejercicios físicos y mentales cuya validez reside en el aumento de las endorfinas, hormonas que nos chutan placeres esporádicos que combaten la asquerosa cotidianidad. Y sí, defiendo con absoluta firmeza que todas las edades se exponen a la adicción al placer.
Normalmente, el vicio se manifiesta de manera uniforme en todos. Con unos cuantos meses de vida se nos pone un chupete en la boca que concentra en su plástico el calor maternal. Así, con menos de un lustro no podemos separarnos de nuestra inocente mente inundada de creación que nos obliga a tener un juguete en la mano para aislarnos. ¿Quién no quiso llevarse su peluche destrozado a las aulas alguna vez? La adolescencia nos ofrece más variedades en este apetitoso menú de vicios: amores, drogas, dinero, trabajo.
Estos cuatro pilares atrapan al joven cegado por el blanco de la telaraña de la pubertad a la vez que la balanza del devenir enfoca su destino en alguno de ellos. Es cierto que algunos presentan afán por mezclar estos pilares, existiendo de esta forma la pasión desenfrenada por las drogas o el empecinamiento acusado por y para la suma de trabajo mas dinero. Cada persona se mata como quiere. He aquí el punto de inflexión que marca la vida adulta del individuo, que puede cambiar la marihuana adquirida con la paga de los padres por puros habanos o por, simplemente, un matutino café de máquina. Por consiguiente, hay una costumbre que prevalece desde que se tiene uso de razón y que perdura hasta que hayamos perdido esta última o nos cierren la caja de madera. Se llama fútbol. Culpable y responsable de muchos sucesos en este mundo, entre ellos de que un servidor esté redactando estas líneas. Una locura bendita que conserva de manera hermética el mismo sentimiento de veneración. Un vicio eterno, que se debate entre el terreno de lo inservible y el paraíso en el que habita la inocente fe ciega.
Siempre me pareció curiosa la compatibilidad de contextos en esto del fútbol. Independientemente de la espectacularidad del momento, de las cámaras, el aforo y la calidad del césped, en todo campo rectangular hay un sentimiento compartido que se desvela dependiendo de que se rompa un patrón, al cual denominaremos llegada del gol. En el fútbol de barrio vemos la misma pasión que en la élite o si no, echen la vista unos años atrás, a los tiempos de barro y rodillas raspadas.
Normalmente, el vicio se manifiesta de manera uniforme en todos. Con unos cuantos meses de vida se nos pone un chupete en la boca que concentra en su plástico el calor maternal. Así, con menos de un lustro no podemos separarnos de nuestra inocente mente inundada de creación que nos obliga a tener un juguete en la mano para aislarnos. ¿Quién no quiso llevarse su peluche destrozado a las aulas alguna vez? La adolescencia nos ofrece más variedades en este apetitoso menú de vicios: amores, drogas, dinero, trabajo.
Estos cuatro pilares atrapan al joven cegado por el blanco de la telaraña de la pubertad a la vez que la balanza del devenir enfoca su destino en alguno de ellos. Es cierto que algunos presentan afán por mezclar estos pilares, existiendo de esta forma la pasión desenfrenada por las drogas o el empecinamiento acusado por y para la suma de trabajo mas dinero. Cada persona se mata como quiere. He aquí el punto de inflexión que marca la vida adulta del individuo, que puede cambiar la marihuana adquirida con la paga de los padres por puros habanos o por, simplemente, un matutino café de máquina. Por consiguiente, hay una costumbre que prevalece desde que se tiene uso de razón y que perdura hasta que hayamos perdido esta última o nos cierren la caja de madera. Se llama fútbol. Culpable y responsable de muchos sucesos en este mundo, entre ellos de que un servidor esté redactando estas líneas. Una locura bendita que conserva de manera hermética el mismo sentimiento de veneración. Un vicio eterno, que se debate entre el terreno de lo inservible y el paraíso en el que habita la inocente fe ciega.
Siempre me pareció curiosa la compatibilidad de contextos en esto del fútbol. Independientemente de la espectacularidad del momento, de las cámaras, el aforo y la calidad del césped, en todo campo rectangular hay un sentimiento compartido que se desvela dependiendo de que se rompa un patrón, al cual denominaremos llegada del gol. En el fútbol de barrio vemos la misma pasión que en la élite o si no, echen la vista unos años atrás, a los tiempos de barro y rodillas raspadas.
La llegada del gol domina los tiempos del partido. Su ausencia acorta el cronómetro y de su presencia emana un exagerado exceso de confianza que acaba, en ocasiones, en grandes pecados. Hablando sin tapujos, el Atlético de Madrid sufrió este arma de doble filo en Lisboa, un nefasto 24 de mayo de 2014. Una final de Champions que viene como anillo al dedo para defender esta absoluta.
Si hubo un momento clave en aquel despilfarro de microinfartos, aseguro que no fue el cabezazo de Sergio Ramos. Necesitamos mirarlo desde la notoriedad que imponen los sucesos previos y posteriores al gol. En el minuto 90, Luka Modric provoca una falta cercana al área que se dispone a lanzar Sosa. Unos segundos antes de que el atlético tomara el contacto con el balón, el electrónico general y el del cuarto árbitro se sincronizaron: mientras las cifras ’90:00’ se iluminaban en el primero, el pequeño tablero anunciaba al graderío que la final daría cinco minutos más. Y en ese justo momento, el clímax que estaba poniendo la primera Champions en el Manzanares se evaporizó. Sosa cobró el libre directo sin apenas fuerza y Casillas, con el balón interceptado, hizo un rápido ademán con su mano al sacar que cambió la actitud de los once madridistas. El balón se endureció para los de Simeone mientras que en las piernas del Real Madrid surgió una revitalización enérgica que les dio un oxígeno imprescindible para la ocasión. La rabia de Diego Pablo materializada en duras quejas hacia el colectivo arbitral por la extensión del descuento fue la última jugada intensa del Atlético en esa Champions. Con la muerte psicológica atlética, el Madrid creció en alma y fútbol. El empate caería por sí solo. Este auge produjo una ósmosis entre lo físico y lo espiritual, tan inmensa que derivó en cuatro goles del Real entre el minuto noventa y el término de la prórroga.
El poderío del gol se captó desde la realización de aquel partido. El córner definitivo centrado por Modric fue provocado por un despeje de David Villa. Así, mientras el croata caminaba hacia la esquina, las cámaras enfocaron al Cebolla Rodríguez. El uruguayo ya vaticinó lo que iba a pasar diez segundos antes del cabezazo. La cámara lo pilló de primeras con las manos tapándose el rostro, como quien se oculta involuntariamente de la evidencia. Inmediatamente después, se descubrió la cara y una mezcla de resignación, enfado e incredulidad formaron su gesto. La personificación extrema de la psicología del gol estaba ahí. Las palpitaciones provocadas por este fenómeno llegaron a tal punto que, tras el empate, el cámara volvió a enfocar al Cebolla y lo capturó con la misma postura y el mismo gesto ilustrados en las pantallas de los telespectadores pocos momentos atrás. Seguramente estaba aturdido por una de las consecuencias directas de esta licencia que tiene el gol de romper sin compasión cualquier ilusión. O de reconstruirla.
Los más escépticos dirán que este análisis se invalida a la primera de cambio, que carece de una base sólida y que, si la predicción de la cara del Cebolla fue certera, seguramente fuera por casualidades del destino. No comprenden que el destino bebe de la mística, que es el componente más adictivo del fútbol. Quieren buscarle los tres pies al gato.
No saben que al balompié, y más concretamente al momento del gol, no hay que preguntarle nada. Personalmente, prefiero no hacerles caso: en esta religión estamos tranquilos porque, tarde o temprano, estos dichosos paganos se verán atrapados por la fiebre del juego de la pelota. Hasta ese momento, disfrutaremos mientras les vemos pudrirse en la asquerosa rutina. Y cuando llegue su conversión, les abrazaremos en todas y cada una de las llegadas de nuestro gol.
Si hubo un momento clave en aquel despilfarro de microinfartos, aseguro que no fue el cabezazo de Sergio Ramos. Necesitamos mirarlo desde la notoriedad que imponen los sucesos previos y posteriores al gol. En el minuto 90, Luka Modric provoca una falta cercana al área que se dispone a lanzar Sosa. Unos segundos antes de que el atlético tomara el contacto con el balón, el electrónico general y el del cuarto árbitro se sincronizaron: mientras las cifras ’90:00’ se iluminaban en el primero, el pequeño tablero anunciaba al graderío que la final daría cinco minutos más. Y en ese justo momento, el clímax que estaba poniendo la primera Champions en el Manzanares se evaporizó. Sosa cobró el libre directo sin apenas fuerza y Casillas, con el balón interceptado, hizo un rápido ademán con su mano al sacar que cambió la actitud de los once madridistas. El balón se endureció para los de Simeone mientras que en las piernas del Real Madrid surgió una revitalización enérgica que les dio un oxígeno imprescindible para la ocasión. La rabia de Diego Pablo materializada en duras quejas hacia el colectivo arbitral por la extensión del descuento fue la última jugada intensa del Atlético en esa Champions. Con la muerte psicológica atlética, el Madrid creció en alma y fútbol. El empate caería por sí solo. Este auge produjo una ósmosis entre lo físico y lo espiritual, tan inmensa que derivó en cuatro goles del Real entre el minuto noventa y el término de la prórroga.
El poderío del gol se captó desde la realización de aquel partido. El córner definitivo centrado por Modric fue provocado por un despeje de David Villa. Así, mientras el croata caminaba hacia la esquina, las cámaras enfocaron al Cebolla Rodríguez. El uruguayo ya vaticinó lo que iba a pasar diez segundos antes del cabezazo. La cámara lo pilló de primeras con las manos tapándose el rostro, como quien se oculta involuntariamente de la evidencia. Inmediatamente después, se descubrió la cara y una mezcla de resignación, enfado e incredulidad formaron su gesto. La personificación extrema de la psicología del gol estaba ahí. Las palpitaciones provocadas por este fenómeno llegaron a tal punto que, tras el empate, el cámara volvió a enfocar al Cebolla y lo capturó con la misma postura y el mismo gesto ilustrados en las pantallas de los telespectadores pocos momentos atrás. Seguramente estaba aturdido por una de las consecuencias directas de esta licencia que tiene el gol de romper sin compasión cualquier ilusión. O de reconstruirla.
Los más escépticos dirán que este análisis se invalida a la primera de cambio, que carece de una base sólida y que, si la predicción de la cara del Cebolla fue certera, seguramente fuera por casualidades del destino. No comprenden que el destino bebe de la mística, que es el componente más adictivo del fútbol. Quieren buscarle los tres pies al gato.
No saben que al balompié, y más concretamente al momento del gol, no hay que preguntarle nada. Personalmente, prefiero no hacerles caso: en esta religión estamos tranquilos porque, tarde o temprano, estos dichosos paganos se verán atrapados por la fiebre del juego de la pelota. Hasta ese momento, disfrutaremos mientras les vemos pudrirse en la asquerosa rutina. Y cuando llegue su conversión, les abrazaremos en todas y cada una de las llegadas de nuestro gol.