Futbolistas en peligro
He puesto futbolistas en el título por dos motivos. El primero porque el contenido a tratar les afecta. El segundo, porque son instrumentos facilones utilizados por medios, marcas y empresas para llamar la atención del ciudadano. De hecho, mi intención en estas líneas es esta: hablar de un mal que sufre una extensa invisibilización entre nosotros y que peculiarmente está aún más oculto en el gremio de los futbolistas. Cosa inédita
Tomás Jiménez Sánchez
Andrés Iniesta, primero en su biografía y hace unos meses en el programa Salvados de Évole, habló sin tapujos de su depresión. Poco tardó el asunto en cobrar un tono viral. Era algo previsible: un futbolista estaba humanizándose. Y no me refiero a actos de humanización como visitar hospitales, errar una ocasión clara, leer un libro o llorar en una despedida. No. Estoy hablando del viaje de un estado mental desde lo divino a lo terrenal.
Llamativas fueron las condiciones en las que la enfermedad -sí, la depresión es una enfermedad y no una sensación que escoges con voluntad propia como si de una canción del Spotify se tratase- llegaron a su vida. Andrés fue campeón de Liga, campeón de Copa y sobre todo, campeón de Champions. Su fútbol, confeccionado con unas dotes técnicas tan naturales como asombrosas, fue protagonista en el mejor Barça de la historia. Todo amparado de una estética irrepetible y un aura futbolística nunca vista hasta la fecha. Yo tenía diez años y estaba acostumbrado a que los superhéroes tuvieran capa, músculos, un tono de piel ligeramente más oscuro y sobre todo, un pelazo que ni Elvis en sus mejores shows. Pero ahí estaba Iniesta, con un aspecto que el desconocimiento le acusaría de enfermizo, siendo uno de los escritores de una de las historias más abrumadoras de la década. Lo ganó todo, siendo todo. Y cuando el ritmo de las competiciones bajó, la mente de Andrés dejó varias puertas abiertas. Tuvo que venir la depresión para recordarle los tiempos en los que era humano.
Todos los futbolistas han padecido uno de esos lapsus que suelen atacar en mitad del juego y te dejan vacío. Incluso nosotros, los que jugamos los domingos con el hígado por fuera. Tu cuerpo deambula por el verde con una desconexión total con la mente. La cabeza, espacio donde se estimula la táctica, la técnica y la física, está fuera de lugar por un breve espacio de tiempo. Bien, la depresión puede asemejarse a eso. Es un estado mental incontrolable donde la desidia, la desazón e incluso el hastío atacan a lo psíquico como un puñal afilado. La depresión es una cueva donde cabe todo. Es una hija de puta a la que le da igual que tengas hijo, esposa y padres. Días iluminados cuyos faros se apagan con cualquier racha de viento mínima. Días de delirio donde la mente fantasea con tiempos mejores. Comidas eternas. Conversaciones eternas con uno mismo. Días que son años. Y a veces, en los peores casos, hay años que son y se suceden como días.
Llamativas fueron las condiciones en las que la enfermedad -sí, la depresión es una enfermedad y no una sensación que escoges con voluntad propia como si de una canción del Spotify se tratase- llegaron a su vida. Andrés fue campeón de Liga, campeón de Copa y sobre todo, campeón de Champions. Su fútbol, confeccionado con unas dotes técnicas tan naturales como asombrosas, fue protagonista en el mejor Barça de la historia. Todo amparado de una estética irrepetible y un aura futbolística nunca vista hasta la fecha. Yo tenía diez años y estaba acostumbrado a que los superhéroes tuvieran capa, músculos, un tono de piel ligeramente más oscuro y sobre todo, un pelazo que ni Elvis en sus mejores shows. Pero ahí estaba Iniesta, con un aspecto que el desconocimiento le acusaría de enfermizo, siendo uno de los escritores de una de las historias más abrumadoras de la década. Lo ganó todo, siendo todo. Y cuando el ritmo de las competiciones bajó, la mente de Andrés dejó varias puertas abiertas. Tuvo que venir la depresión para recordarle los tiempos en los que era humano.
Todos los futbolistas han padecido uno de esos lapsus que suelen atacar en mitad del juego y te dejan vacío. Incluso nosotros, los que jugamos los domingos con el hígado por fuera. Tu cuerpo deambula por el verde con una desconexión total con la mente. La cabeza, espacio donde se estimula la táctica, la técnica y la física, está fuera de lugar por un breve espacio de tiempo. Bien, la depresión puede asemejarse a eso. Es un estado mental incontrolable donde la desidia, la desazón e incluso el hastío atacan a lo psíquico como un puñal afilado. La depresión es una cueva donde cabe todo. Es una hija de puta a la que le da igual que tengas hijo, esposa y padres. Días iluminados cuyos faros se apagan con cualquier racha de viento mínima. Días de delirio donde la mente fantasea con tiempos mejores. Comidas eternas. Conversaciones eternas con uno mismo. Días que son años. Y a veces, en los peores casos, hay años que son y se suceden como días.
Reitero lo inicial: el continuo ocultamiento que hacemos de esta enfermedad se agrava en un campo de fútbol. Imagínense a un futbolista de escasa sangre fría y mayor fragilidad mental que quiera pedir el cambio por ansiedad. ¿Creen que se acercará a la banda y le dirá al míster que quiere salir porque se siente agobiado? Ni por asomo. No me imagino las crónicas del día después diciendo que Messi fue sustituido por un fuerte ataque de desasosiego. Aquí más que nunca se justifica el dicho de que el fútbol es un estado de ánimo. Sí, es un estado de ánimo, pero solo pertenece a aquellos a los que no le cabe en la cabeza que en esta vida todos somos terrenales. Hasta los futbolistas millonarios. Está aceptado que el jugador no aparezca en los entrenamientos por retrasos, compromisos con patrocinadores o por irse al cumpleaños de su hermana. Pero no porque padezca síntomas depresivos, algo tan natural como (injustamente) avergonzante.
A Iniesta deberíamos agradecerle que sus palabras rebosantes de sinceridad hicieran que los medios hablaran de la depresión. Los futbolistas están en peligro. Este ocultismo, propagado por el utópico y tendencioso pensamiento de que los jugadores son mentalmente intocables, a veces alimenta la voracidad de la depresión. Que se lo digan a Robert Enke, también jugador del Barça, donde los tabúes sobre esta enfermedad fueron algunos de los motivos que acabaron arrojándole a las vías del tren. Basta ya.