¿Ha sido suficiente?
I’ve given all I can, it’’s not enough… Entona Thom Yorke en uno de sus temas más conocidos, como es “Karma Police”, de Radiohead. El vocalista de la banda británica consiguió aunar en un verso de diez palabras una sensación que muchos hemos experimentado, intemporal y aplicable a cualquier situación de la vida. Este mismo sentir ha rondado por la cabeza de Santiago Cazorla, impotente ante el sino, que le obligó a superarse una vez más.
Juan Nicolás Castro
Sentir que no es suficiente. Qué emoción más caprichosa y exigente. Es la propia mente la que exige al individuo más. Forzándole. Llevándole a sus límites. Del mismo modo que uno se exige, uno es injusto consigo mismo. Porque, en un mundo competitivo, darlo todo no es suficiente. Y quién no da más es merecedor de un castigo. Autoinfligido, por cierto.
Esa mente exigente. La que obliga a uno a dañarse, a echarse las cosas en cara, a reprocharlo todo a alguien irreprochable. A lidiar una batalla de fuego amigo, y quién conoce mejor los puntos flacos de uno mismo que uno mismo. Una batalla que comienza con ventaja para la conciencia, que lanza avisos y amenazas sobre qué pasará si algo no sale bien. Esas amenazas que obligan a Cazorla a mirar al árbitro en el momento en el que pita. A pesar de sus tablas, el asturiano repite la mirada al colegiado, buscando algún resquicio de piedad por algún lado, que no encontrará. Doble o nada.
Una vez pasado el momento, la presión habrá desaparecido o se habrá duplicado. Tras ver como Pau lidiaba también con su propio desfile de pensamientos, Santi se dirige a golpear el balón con la seguridad de un soldado que ha sobrevivido a su propio infierno, pero al que no quiere regresar. El miedo siempre está presente. El miedo siempre estuvo presente.
Esa mente exigente. La que obliga a uno a dañarse, a echarse las cosas en cara, a reprocharlo todo a alguien irreprochable. A lidiar una batalla de fuego amigo, y quién conoce mejor los puntos flacos de uno mismo que uno mismo. Una batalla que comienza con ventaja para la conciencia, que lanza avisos y amenazas sobre qué pasará si algo no sale bien. Esas amenazas que obligan a Cazorla a mirar al árbitro en el momento en el que pita. A pesar de sus tablas, el asturiano repite la mirada al colegiado, buscando algún resquicio de piedad por algún lado, que no encontrará. Doble o nada.
Una vez pasado el momento, la presión habrá desaparecido o se habrá duplicado. Tras ver como Pau lidiaba también con su propio desfile de pensamientos, Santi se dirige a golpear el balón con la seguridad de un soldado que ha sobrevivido a su propio infierno, pero al que no quiere regresar. El miedo siempre está presente. El miedo siempre estuvo presente.
Tras el error, llegaría el castigo. Las manos en alto, la bandera blanca ondeando, las lacrimales cargándose de lágrimas que todavía no brotan. No tardaría en llegar la primavera de la intimidad, la lejanía de los focos. Aún quedaban unos minutos de añadido de partido, y Calleja intentaba despertar en su jugador alguna chispa que le animase a no rendirse hasta que el árbitro diese la hora. Pero Santi ya no se encontraba en ese mundo. Había regresado al paraje en el que tiempo atrás ya estuvo. Ese sitio lejano, aislado, en el que sólo habitan los pensamientos más crueles. Una vez más, la realidad había golpeado en su Tendón de Aquiles.
Con el silbatazo final, Cazorla regresó al Benito Villamarín de un pestañeo. En todo momento había estado allí en cuerpo, a la vez que ausente en mente. Sus compañeros, tanto béticos como groguets le mostraron todo el apoyo anímico posible. Sin embargo, parecía insuficiente. Un abrazo por aquí, unas palmaditas por allí, pero todavía continuaba preguntándose qué acababa de ocurrir hace tan sólo cinco minutos, hace tan sólo una eternidad.
Llegó el momento de abandonar el campo de la batalla perdida. A cada paso, una reflexión. El vestuario sería quien presenciase al Cazorla más sensible. La intimidad menos íntima, las lágrimas compartidas con los compañeros, con el entrenador. Al fin y al cabo, las lágrimas de un equipo entero, que sabe de sobra que Cazorla lo ha dado todo. Sabe de sobra que, lo que ha hecho Santi, es suficiente.
Con el silbatazo final, Cazorla regresó al Benito Villamarín de un pestañeo. En todo momento había estado allí en cuerpo, a la vez que ausente en mente. Sus compañeros, tanto béticos como groguets le mostraron todo el apoyo anímico posible. Sin embargo, parecía insuficiente. Un abrazo por aquí, unas palmaditas por allí, pero todavía continuaba preguntándose qué acababa de ocurrir hace tan sólo cinco minutos, hace tan sólo una eternidad.
Llegó el momento de abandonar el campo de la batalla perdida. A cada paso, una reflexión. El vestuario sería quien presenciase al Cazorla más sensible. La intimidad menos íntima, las lágrimas compartidas con los compañeros, con el entrenador. Al fin y al cabo, las lágrimas de un equipo entero, que sabe de sobra que Cazorla lo ha dado todo. Sabe de sobra que, lo que ha hecho Santi, es suficiente.