Kant y la posesión
Kant, abanderado del criticismo ilustrado, solía escribir sentado en su escritorio de siempre, entre las paredes de siempre y usando las mismas plumas viejas que parecían inmunes al paso del tiempo. No acostumbraba a salir de su ciudad tampoco. Era un ente permanente, aunque fuera consciente de su fecha de caducidad. Como un abuelo al sol en un parque reseco en invierno. Los papeles gruesos de la época los rajaba con reflexiones que se quedaban a medio camino entre el empirismo y el racionalismo. Continuamente entre el disfrute de la experiencia aleatoria o la satisfacción extendida al gusto de la planificación trabajada, Immanuel dibujaba ideas con el presentimiento y la decisión de que serían eternas e inamovibles, como sus hábitos de escritura. Ciertamente Kant era como uno más de nosotros, que pretendemos trascender con cada frase, gesto o sentencia. Algo similar a lo que sucede cuando en el fútbol se implanta un estilo particular que rompe con lo establecido.
Apostar por la pelota es arriesgado. Significa ser un bicho raro, tener un imán para la crítica facilona y no mucho éxito. Te obliga a combatir contra equipos que probablemente escupan a once jugadores en veinticinco metros para hacerse con el dominio del tiempo a través de la ausencia del balón. La pelota es importante. No se mancha, como decía el Diego, sino que está para tratarla. Da paz. Representa el triunfo de lo esférico sobre lo plano del rectángulo de juego. Y, sobre todo, es el suministro de perfección que da el ser racionalistas en un juego donde lo esporádico conduce los hilos a su antojo. Quizás la adicción al balompié esté en esa búsqueda y aplicación constante de una lógica que probablemente no se encuentre nunca.
En este manojo de inconvenientes -endulzantes a su vez de la nuestra experiencia racionalista- el más llamativo es esa atracción casi natural de kantianos a la grada de los estadios de fútbol. Querer la posesión te augura más cementerios que puertas grandes: es el riesgo de querer hacerlo bello lo que determina el devenir de un poseso de la posesión. Pero se supone que uno va al fútbol para ver disputa y fuerza, no dulzura y actuaciones estudiadas. Para eso está el teatro.
Por eso el viejo abonado que comienza una nueva temporada y ve que su equipo templa más el balón se pone nervioso; está en su asiento de siempre, con el compañero de siempre en el mismo estadio que lleva en su vida desde hace décadas. Aunque algo ha cambiado “¡Por dios! ¿Manolo, dónde está el balonazo? ¿Por qué no se mueven? ¡Menos tocarla y más jugar!’’. Hay reclamos de juego, pero no de orden. Son estas opiniones lanzadas con un inocente libre albedrío las que quieren permanecer eternas, como el escritorio de Kant. Así, se rechaza el gusto por la solidaridad esférica y se adopta la individualidad como única premisa válida para alcanzar el buen fútbol. Emociona más el resultado que el trabajo. No abraza el mundo del fútbol un equipo sin ‘10’ en esta dictadura radical de lo no premeditado.
Apostar por la pelota es arriesgado. Significa ser un bicho raro, tener un imán para la crítica facilona y no mucho éxito. Te obliga a combatir contra equipos que probablemente escupan a once jugadores en veinticinco metros para hacerse con el dominio del tiempo a través de la ausencia del balón. La pelota es importante. No se mancha, como decía el Diego, sino que está para tratarla. Da paz. Representa el triunfo de lo esférico sobre lo plano del rectángulo de juego. Y, sobre todo, es el suministro de perfección que da el ser racionalistas en un juego donde lo esporádico conduce los hilos a su antojo. Quizás la adicción al balompié esté en esa búsqueda y aplicación constante de una lógica que probablemente no se encuentre nunca.
En este manojo de inconvenientes -endulzantes a su vez de la nuestra experiencia racionalista- el más llamativo es esa atracción casi natural de kantianos a la grada de los estadios de fútbol. Querer la posesión te augura más cementerios que puertas grandes: es el riesgo de querer hacerlo bello lo que determina el devenir de un poseso de la posesión. Pero se supone que uno va al fútbol para ver disputa y fuerza, no dulzura y actuaciones estudiadas. Para eso está el teatro.
Por eso el viejo abonado que comienza una nueva temporada y ve que su equipo templa más el balón se pone nervioso; está en su asiento de siempre, con el compañero de siempre en el mismo estadio que lleva en su vida desde hace décadas. Aunque algo ha cambiado “¡Por dios! ¿Manolo, dónde está el balonazo? ¿Por qué no se mueven? ¡Menos tocarla y más jugar!’’. Hay reclamos de juego, pero no de orden. Son estas opiniones lanzadas con un inocente libre albedrío las que quieren permanecer eternas, como el escritorio de Kant. Así, se rechaza el gusto por la solidaridad esférica y se adopta la individualidad como única premisa válida para alcanzar el buen fútbol. Emociona más el resultado que el trabajo. No abraza el mundo del fútbol un equipo sin ‘10’ en esta dictadura radical de lo no premeditado.