La fe mueve montañas
En 2005 cambió el mundo que me rodeaba a mí y al Liverpool. En mi casa apareció un nuevo integrante en forma de hermana pequeña, y en mí nació una pasión por un club que viste de rojo y está a 1446 kilómetros. Mientras tanto, en Anfield, volvieron a creer.
El fútbol siempre ha sido algo que ha estado ahí. Pese a ello, de pequeño me gustaba lo justo. En mi casa vivía rodeado de madridistas que me pegaron la afición por el club blanco, pero mi pasión por el balón se reducía al clásico partido del recreo. Por tanto, yo por saber, no sabía ni que existía Liverpool ni lo que había un equipo homónimo. No tenía ni ocho años, que esperáis de un crío que estaba más centrado en el Pokemon de turno que en cualquier otra cosa. Entonces, en 2005, mi vida dio un vuelco. Pero para bien. Mi familia y yo nos mudamos a una casa mejor, mi hermana pequeña estaba en camino y descubrí a un equipo que había vuelto a reinar. Casi nada.
Ese equipo, como no podía ser de otra manera, era el Liverpool. Si en 2005 a mí me cambió la vida, a los Reds también. Conquistaron Europa tras años de sequía en la competición más laureada del continente. Pese a ello, su logro más importante no fue ese. Fue recuperar la fe en el Liverpool. Demostrar que el rey sigue siendo rey aunque no lleve corona. Porque sí, este monarca había perdido eso que le dio su status: en Anfield los títulos eran (y a día de hoy son) una quimera.
El fútbol siempre ha sido algo que ha estado ahí. Pese a ello, de pequeño me gustaba lo justo. En mi casa vivía rodeado de madridistas que me pegaron la afición por el club blanco, pero mi pasión por el balón se reducía al clásico partido del recreo. Por tanto, yo por saber, no sabía ni que existía Liverpool ni lo que había un equipo homónimo. No tenía ni ocho años, que esperáis de un crío que estaba más centrado en el Pokemon de turno que en cualquier otra cosa. Entonces, en 2005, mi vida dio un vuelco. Pero para bien. Mi familia y yo nos mudamos a una casa mejor, mi hermana pequeña estaba en camino y descubrí a un equipo que había vuelto a reinar. Casi nada.
Ese equipo, como no podía ser de otra manera, era el Liverpool. Si en 2005 a mí me cambió la vida, a los Reds también. Conquistaron Europa tras años de sequía en la competición más laureada del continente. Pese a ello, su logro más importante no fue ese. Fue recuperar la fe en el Liverpool. Demostrar que el rey sigue siendo rey aunque no lleve corona. Porque sí, este monarca había perdido eso que le dio su status: en Anfield los títulos eran (y a día de hoy son) una quimera.
Cierto es que a principios de siglo, con Gerard Houllier se consiguieron títulos. Pero ninguno de renombre, de esos que dan prestigio como una liga o una Champions. De hecho, el Liverpool en 2001 hizo un triplete formado por la FA Cup, lo que es hoy la Europa League y la Copa de la Liga. Popularmente (y de manera despectiva) se le conocía a esta cosecha de títulos de bajo caché como el triplete de Mickey Mouse. Los títulos llegaban, pero no le devolvían al Liverpool su reino. Verle de nuevo reinando era algo impensable, ya que estuviese cerca o lejos de conseguirlo, existía la certeza de que no se iba a lograr. Entonces, como comentaba unas líneas más arriba, todo dio un vuelco en Anfield.
Los Reds, con Rafa Benítez al mando, habían terminado 2004 en la línea esperada: en los primeros puestos de la clasificación en la Premier y clasificados a octavos de la Champions League. Con el nuevo año se esperaba, si había suerte, ganar la Copa de la Liga o la FA Cup, por aquello de al menos rellenar las vitrinas. Pero no fue así: se cayó en la FA Cup en la tercera ronda y en la Copa de la Liga en la final. En febrero ya se habían esfumado las opciones de ganar algo. O al menos, eso se pensaba. Desahuciados en la Premier por el imponente Chelsea de José Mourinho (equipo que les ganó a los Reds la final de la Copa de la Liga), aún estaban vivos en la Champions League. Era difícil volver a reinar en Europa, pero no imposible.
Seis partidos ante tres rivales distintos y el Liverpool de Benítez se colaba en la final de Estambul. No estaba tan lejos esa meta imposible. La primera piedra en el camino fue el Bayern Leverkusen, sorteada con soltura gracias a dos claras victorias de los Reds. Entonces, como si de una actuación cirquense se tratase, el sorteo se lo puso al Liverpool más difícil todavía. La Juventus pre-Calciopoli de Alessandro Del Piero, Gianluigi Buffon e Zlatan Ibrahimovic pondría a prueba la fe de los Benítez.
Los Reds, con Rafa Benítez al mando, habían terminado 2004 en la línea esperada: en los primeros puestos de la clasificación en la Premier y clasificados a octavos de la Champions League. Con el nuevo año se esperaba, si había suerte, ganar la Copa de la Liga o la FA Cup, por aquello de al menos rellenar las vitrinas. Pero no fue así: se cayó en la FA Cup en la tercera ronda y en la Copa de la Liga en la final. En febrero ya se habían esfumado las opciones de ganar algo. O al menos, eso se pensaba. Desahuciados en la Premier por el imponente Chelsea de José Mourinho (equipo que les ganó a los Reds la final de la Copa de la Liga), aún estaban vivos en la Champions League. Era difícil volver a reinar en Europa, pero no imposible.
Seis partidos ante tres rivales distintos y el Liverpool de Benítez se colaba en la final de Estambul. No estaba tan lejos esa meta imposible. La primera piedra en el camino fue el Bayern Leverkusen, sorteada con soltura gracias a dos claras victorias de los Reds. Entonces, como si de una actuación cirquense se tratase, el sorteo se lo puso al Liverpool más difícil todavía. La Juventus pre-Calciopoli de Alessandro Del Piero, Gianluigi Buffon e Zlatan Ibrahimovic pondría a prueba la fe de los Benítez.
Un 2-1 en Anfield dio alas al Liverpool en su visita a Turín, donde aguantó estoicamente el resultado gracias a un empate a cero. Dos partidos más y se sellaba el pase a Estambul. Pero antes no habría que superar una piedra en el camino. Habría que superar toda una montaña. El Chelsea se enfrentaría al Liverpool en las semifinales. Si los muchachos de Benítez querían demostrar algo, deberían hacerlo ante el equipo que había vapuleado a media Inglaterra a lo largo de la temporada.
En aquella eliminatoria fue cuando todo dio un vuelco. Ante los Blues pocos pensaban que se podría pasar. Y menos aun viendo el resultado de la ida: empate a cero en Stamford Bridge. Un empate con goles en Anfield dejaba al Liverpool fuera. Entonces, la llama de la esperanza no se apagó, sino que brilló con más fuerza que nunca. Bastante antes de comenzar el partido, la hinchada Red comenzó a cantar el You´ll Never Walk Alone. Los suyos no estaban solos, su afición creía en ellos. Había un viaje a Estambul que sellar y un reino que reconquistar… ¡cómo para tirar la toalla! El mensaje caló en la plantilla, dejando Luis García a los cuatro minutos de juego el único y definitivo tanto de la eliminatoria. El Liverpool volvió a creer y volvió a estar en una final europea.
Después llegó Estambul donde esperaba el todopoderoso Milán, donde los Reds volvieron a demostrar su inquebrantable fe. Aquella noche pasó a la historia por dejarnos, además de la mejor final de la historia, la culminación de un milagro. El Liverpool volvió a reinar gracias a su convicción. Y pese a que a día de hoy no se haya vuelto a ganar ningún título grande, aún queda esa lección que nos dieron Benítez y los suyos: la fe mueve montañas. Esa lección caló hondo en mi yo de siete años, más pendiente de sus videojuegos que de cualquier otra cosa. Como a los Reds, en 2005 me cambió la vida aquel año, y no por mudarme o por el nacimiento de mi hermana (que también). Sino por descubrir a una panda de chalados que visten de rojo y llevan un pájaro en el pecho. Unos chalados que, al fin y al cabo, me enseñaron que una relación a distancia está bien siempre y cuando haya un balón de por medio.
En aquella eliminatoria fue cuando todo dio un vuelco. Ante los Blues pocos pensaban que se podría pasar. Y menos aun viendo el resultado de la ida: empate a cero en Stamford Bridge. Un empate con goles en Anfield dejaba al Liverpool fuera. Entonces, la llama de la esperanza no se apagó, sino que brilló con más fuerza que nunca. Bastante antes de comenzar el partido, la hinchada Red comenzó a cantar el You´ll Never Walk Alone. Los suyos no estaban solos, su afición creía en ellos. Había un viaje a Estambul que sellar y un reino que reconquistar… ¡cómo para tirar la toalla! El mensaje caló en la plantilla, dejando Luis García a los cuatro minutos de juego el único y definitivo tanto de la eliminatoria. El Liverpool volvió a creer y volvió a estar en una final europea.
Después llegó Estambul donde esperaba el todopoderoso Milán, donde los Reds volvieron a demostrar su inquebrantable fe. Aquella noche pasó a la historia por dejarnos, además de la mejor final de la historia, la culminación de un milagro. El Liverpool volvió a reinar gracias a su convicción. Y pese a que a día de hoy no se haya vuelto a ganar ningún título grande, aún queda esa lección que nos dieron Benítez y los suyos: la fe mueve montañas. Esa lección caló hondo en mi yo de siete años, más pendiente de sus videojuegos que de cualquier otra cosa. Como a los Reds, en 2005 me cambió la vida aquel año, y no por mudarme o por el nacimiento de mi hermana (que también). Sino por descubrir a una panda de chalados que visten de rojo y llevan un pájaro en el pecho. Unos chalados que, al fin y al cabo, me enseñaron que una relación a distancia está bien siempre y cuando haya un balón de por medio.