Llámenlo como quieran
Hace más de cuatro centenas de años, la necesidad de entender todas aquellas cuestiones que iban más allá de los físico, y que fascinaban al pueblo, provocó el nacimiento de la representación dramática. Mitos y dioses encarnados en personas de a pie, reunían a decenas de curiosos deseosos de conocer el desenlace de historias que más adelante se convertirían en ritos y en actos sacramentales. Con el tiempo, lo que empezó como pequeñas reuniones de culto acabó desembocando en grandes espectáculos adornados de grandes estructuras y que el pueblo concebía como imprescindibles para la vida social y cultural, generación tras generación. La duración de esas primeras obras teatrales propició la creación de estructuras, más o menos elaboradas, que permitían a los espectadores permanecer sentados. Los primeros teatros griegos, y más adelante los romanos, muy parecidos a los actuales estadios de fútbol, con gradas que se levantaban por encima del punto de atención, albergaban largas jornadas de dramas y comedias que entretenían a todos aquellos que se acercaban y que les hacía olvidar aquello que les preocupaba fuera de aquel recinto.
Ha pasado tiempo desde entonces. Tanto que el ser humano ha encendido una bombilla, ha sido capaz de comunicarse a miles de kilómetros, ha pisado la Luna, ha provocado dos guerras mundiales, se ha abierto una cuenta en Facebook, Instagram y Twitter... Pero aquello que ocurría unos cuantos siglos atrás, hoy día sigue sucediendo semana a semana, en recintos aún más grandes y con un balón rodando por el césped. El culto hacia un deporte como el fútbol es perfectamente comparable al de griegos o romanos hace siglos hacia el teatro. La ciencia y el conocimiento han avanzado y ahora el entretenimiento, en el caso del fútbol, deja a un lado aquella necesidad de entender y se centra en el sentimiento por unos colores y por un deporte que, como en el Imperio Romano, hace olvidar los problemas de uno.
“El opio del pueblo” es como definió Marx a la religión en 1844, pero lo que el filósofo alemán no sabía era que unos 20 años más tarde del pronunciamiento de esas palabras: nacería el fútbol. Teniendo en cuenta que son muchos los aficionados que religiosamente acuden a ver y animar a su equipo cada fin de semana, que muchos estadios son concebidos como templos, y que, para muchos, los jugadores son tratados como dioses y mitos, actualmente Marx, estoy seguro que daría por buena aquella afirmación. Peñas, gradas de animación, asociaciones, reuniones en el bar para ver el partido, clubes de fans...Fútbol en estado puro. Pureza que para la mayoría de sus aficionados es imprescindible, no sólo para su vida social y cultural, sino para entenderse a sí mismo como parte de un todo, de un sentimiento reflejado en unos colores y en un escudo que 11 jugadores defienden -con más o menos ímpetu- cada partido.
Karl Marx no ha visto a abuelos, padres e hijos vistiendo los mismos colores, con el cuello abrigado por una bufanda con el escudo de su equipo bordado, con las manos en la cabeza tras una ocasión fallada y abrazados tras ver un balón acariciando una red. El sentimiento de identidad de griegos y romanos por aquello que unos metros más abajo se estaba representado está a años luz de lo que esa familia siente por sus jugadores. Y esa es la clave para entender porqué el deporte que nació hace apenas un siglo y medio se ha instaurado en la realidad de muchas familias alrededor del mundo.
La cuestión es: ¿Qué tiene de malo que una persona se evada del mundo en favor de la felicidad que le aporta al ver una tragedia, al ver una comedia o al gritar gol? ¿Desde cuando entretenerse supone dejar de lado la vida real? ¿Por qué algo que sucedía hace 4000 años sigue sucediendo a día de hoy y sigue suponiendo lo mismo para las personas que lo viven? ¿Acaso el hombre tropieza con la misma piedra pero no se da cuenta que la piedra se la están poniendo siempre en el camino? Preocúpense en llamar al fútbol “opio del pueblo” mientras nosotros agitamos nuestras bufandas con una sonrisa en la boca. Llámenlo como quieran, que de disfrutarlo ya me encargo yo.
Ha pasado tiempo desde entonces. Tanto que el ser humano ha encendido una bombilla, ha sido capaz de comunicarse a miles de kilómetros, ha pisado la Luna, ha provocado dos guerras mundiales, se ha abierto una cuenta en Facebook, Instagram y Twitter... Pero aquello que ocurría unos cuantos siglos atrás, hoy día sigue sucediendo semana a semana, en recintos aún más grandes y con un balón rodando por el césped. El culto hacia un deporte como el fútbol es perfectamente comparable al de griegos o romanos hace siglos hacia el teatro. La ciencia y el conocimiento han avanzado y ahora el entretenimiento, en el caso del fútbol, deja a un lado aquella necesidad de entender y se centra en el sentimiento por unos colores y por un deporte que, como en el Imperio Romano, hace olvidar los problemas de uno.
“El opio del pueblo” es como definió Marx a la religión en 1844, pero lo que el filósofo alemán no sabía era que unos 20 años más tarde del pronunciamiento de esas palabras: nacería el fútbol. Teniendo en cuenta que son muchos los aficionados que religiosamente acuden a ver y animar a su equipo cada fin de semana, que muchos estadios son concebidos como templos, y que, para muchos, los jugadores son tratados como dioses y mitos, actualmente Marx, estoy seguro que daría por buena aquella afirmación. Peñas, gradas de animación, asociaciones, reuniones en el bar para ver el partido, clubes de fans...Fútbol en estado puro. Pureza que para la mayoría de sus aficionados es imprescindible, no sólo para su vida social y cultural, sino para entenderse a sí mismo como parte de un todo, de un sentimiento reflejado en unos colores y en un escudo que 11 jugadores defienden -con más o menos ímpetu- cada partido.
Karl Marx no ha visto a abuelos, padres e hijos vistiendo los mismos colores, con el cuello abrigado por una bufanda con el escudo de su equipo bordado, con las manos en la cabeza tras una ocasión fallada y abrazados tras ver un balón acariciando una red. El sentimiento de identidad de griegos y romanos por aquello que unos metros más abajo se estaba representado está a años luz de lo que esa familia siente por sus jugadores. Y esa es la clave para entender porqué el deporte que nació hace apenas un siglo y medio se ha instaurado en la realidad de muchas familias alrededor del mundo.
La cuestión es: ¿Qué tiene de malo que una persona se evada del mundo en favor de la felicidad que le aporta al ver una tragedia, al ver una comedia o al gritar gol? ¿Desde cuando entretenerse supone dejar de lado la vida real? ¿Por qué algo que sucedía hace 4000 años sigue sucediendo a día de hoy y sigue suponiendo lo mismo para las personas que lo viven? ¿Acaso el hombre tropieza con la misma piedra pero no se da cuenta que la piedra se la están poniendo siempre en el camino? Preocúpense en llamar al fútbol “opio del pueblo” mientras nosotros agitamos nuestras bufandas con una sonrisa en la boca. Llámenlo como quieran, que de disfrutarlo ya me encargo yo.